Dramaturgia y dirección: Nicolás Bolívar. Intérpretes: Verónica Mc Loughlin y Leonardo Saggese. Escenografía: Magalí Acha. Iluminación: Alfonsina Stivelman. Vestuario: María González. Música: Matías Mango. Producción ejecutiva: Analía Sánchez. Asistente de producción: Gabriel Piacenza. Asistente de dirección: Guillermo Forchino. Funciones: viernes a las 21. Sala: El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960; Capital Federal)
Muy Buena
Somos dos gotas de llanto en una canción
Por Javier Luzi
Una cámara de fotos, un folleto de una muestra, una copa de champagne, un panel donde se cuelgan las cartas que Greta y Juan se escriben y se envían durante su relación. De detalles se compone una vida, un amor, y con inteligencia artística forma y contenido se asocian, en este caso, volviéndose uno en una puesta despojada que realza sólo lo necesario.
Blanco después desarrolla la historia de un amor que pretende sublimar la ausencia de los cuerpos en la letra escrita, que apuesta a sostener el sentimiento en un papel que viaja procurando salvar las distancias que la vida dispone y el ser humano elige respetar. Juan entre muestras, exposiciones, eventos que lo llevan por el mundo para mostrar su arte mientras Greta sólo conoce del movimiento que demanda una mudanza de casa. Y cuando una pasantía como corolario de su carrera la lleve al exterior, Juan parece querer asentarse en el país. Siempre a destiempo. Pero en un comienzo la creencia de que el amor todo lo supera no se discute, es un acto de fe. Ilusión. Cuando comenzamos a recordar los inicios, cuando nuestro decir recupera el encuentro primero, la primera mirada, la primera vez, es que lo que había ha dejado de ser. Inevitablemente la recurrencia al pasado sella el presente y anula toda posibilidad de futuro. El amor se vuelve entonces letra muerta.
Nicolás Bolívar ha construido una dramaturgia que consigue la palabra justa sin excederse en lo poético ni abusar del realismo en diálogos que desandan este posible amor. Ni una pizca de cinismo posmoderno se asoma y hasta se demuestra que el final bien puede arribar sin reproches ni culpas enrostradas sin ton ni son, apenas con la pena de lo que dejó de ser, y ya con eso tenemos bastante. Se cree en el amor tanto como en la forma de decirlo -casi como un moderno-, apenas el toque contemporáneo de echar mano a las canciones (en procedimiento cinematográfico) para completar con otros lenguajes (donde el cuerpo asume un rol central) la preeminencia de la palabra puesta en juego en las cartas, recurso que no provoca disonancia aún en estos tiempos donde las relaciones son más virtualidad (pantalla mediante) que realidad.
Verónica Mc Loughlin y Leonardo Saggese, trascendiendo el escenario, dan vida con una ductilidad asombrosa a los protagonistas y transmiten tantos matices, tantos sentimientos, por los que transitan esos seres que resulta difícil no emocionarse con ellos.
Quizá alguna resolución espacial escenográfica no tan funcionalmente resuelta, o alguna base musical que tapa las voces de los intérpretes o el recurso repetido de hacer desaparecer a alguno de ellos mientras el otro “cuenta” la carta, sean pequeños apuntes a revisar para alcanzar un mejor resultado final, pero más allá de eso Blanco después es un emotivo y sensible viaje a las entrañas de un amor, un oasis en medio de un desierto de apariencias, un llenar de contenido a tanta palabra hueca y vaciada, tan propia de estos ingratos tiempos que corren.