El desamor es una herida absurda
Por Mex Faliero
Oliverio es una obra que, sin verla, invita al prejuicio: el look del personaje, con esas ropas de látex negras, presumen la sordidez de un teatro off poco amigable o torturante; la referencia al poeta Oliverio Girondo invita a la pedantería intelectual; el juego sobre la soledad y los personajes tristes, convocan a una melancolía impostada donde cierta estética dark a lo Tim Burton parece regodearse desde lo superficial. ¿Qué esperar, entonces, de una obra que apuesta estéticamente por una sumatoria de citas y referencias semejantes? El unipersonal escrito, dirigido y protagonizado por Darío Cortes sorprende porque esquiva la recurrencia más obvia que esos elementos suponen e invita a involucrarse con un universo al que no es tan fácil de acceder y sin embargo resulta tan ameno.
El universo es el de la habitación de Oliverio, un tipo con personalidades que se le aparecen constantemente. Y como Cortes es de esos autores que entienden que nuestro ámbito no es otra cosa que la proyección de nuestro interior, esa habitación será un poco como Oliverio: minimalista, extraña, disociada. Oliverio trabajaba de cartero y un día fue despedido: allí descubrió a un poeta que se llamaba como él. También se quedó sin novia. Para alguien como Oliverio, a quien no le gustan los boliches, ni bailar, ni encontrarse con mucha gente, será una situación límite: el deseo de recuperar aquel amor, de volver a esos brazos, pero también la venda que impide nuevas relaciones. Y en ese límite lo encontramos, con un miedo a salir (física y mentalmente) que Cortes refuerza con una apuesta por un humor hierático que en un comienzo incomoda y, progresivamente, va logrando mayor fluidez con el público. En su look, en su rostro, con un maquillaje que remite a El joven manos de tijera, se evidencian las heridas como huellas del pasado.
Un párrafo aparte merece el trabajo de Cortes: tanto dramaturgo como director acierta al construir con mínimos elementos (los textos son escasos pero precisos, la puesta en escena es minimalista pero funcional), pero como actor logra algo mayúsculo: sin abordar su personaje desde la intensidad del método ni recurrir a una simpatía oportunista, involucra igualmente al que mira. Durante lo que dura la obra, lentamente, se va dando una relación de espejo entre personaje y público, y el diálogo se hace explícito. Las emociones de Oliverio impactan físicamente, en una platea que se prende de cada guiño.
Cada elemento de la puesta en escena tiene un por qué, no hay nada arbitrario ni antojadizo en la estética de la obra, empezando por el vestuario: hay un giro al respecto, que no es sólo una apuesta a la sorpresa sino también una posible lectura sobre el personaje, sobre su presente. Pero si algo sobresale es la forma en que la obra de Girondo se va fusionando con el texto, con la puesta. Cortes hace lo mejor que se puede hacer con la cita académica: extraer su esencia y confundirla con la esencia del nuevo material. La palabra de Girondo a través de los labios de Oliverio tienen lógica y coherencia, la utilización de sus poemas en momentos clave nunca es forzada ni puesta en función de la pedantería didáctica. Oliverio, la obra, puede ser cuando da su giro final una apuesta un poco naif y con cierto espíritu new age en su invitación a dar un paso adelante para abandonar ciertas imposturas, pero no deja de ser atractiva en la sensibilidad con la que trabaja la temática del desamor y la convierte en la más absurda de las heridas. Heridas que, ahora sí, se descubren como máscaras y desaparecen para darle lugar a lo nuevo.
Dramaturgia: Dario Cortes.
Dirección: Dario Cortes.
Intérprete: Dario Cortes.
Vestuario: Mandrágora Dominatriz, Emilia Tambutti.
Maquillaje: Lula Bogni.
Música: Julián Minckas.
Sala: El séptimo fuego (Bolívar 3675), los martes a las 23:30. Liberat Espacio Cultural (Moreno 2742), sábados a las 23:30.