Título original: Hugo
Origen: EE.UU.
Director: Martin Scorsese
Guión: John Logan, sobre el libro de Brian Selznick
Reparto: Ben Kingsley, Sacha Baron Cohen, Asa Butterfield, Chloë Grace Moretz, Ray Winstone, Emily Mortimer, Christopher Lee, Helen McCrory, Jude Law
Fotografía: Robert Richardson
Montaje: Thelma Schoonmaker
Música: Howard Shore
Duración: 126 minutos
Año: 2011
8 puntos
Scorsese corazón
Por Mex Faliero
Sin haberse nunca especializado en cine de acción (seguramente Los infiltrados haya sido lo más cerca que estuvo del género), el cine de Martin Scorsese ha sido siempre un cine viril, físico, masculino. No obstante, hubo siempre una sensibilidad en sus películas: ya sea en la conflictiva relación de sus protagonistas con las mujeres como en la presencia explícita o tácita del cine como un soporte desde el cual proyectar el mundo (recordar cómo a partir de la cinefilia podía funcionar y expandir sus niveles un film como La isla siniestra). No sorprendo a nadie ya si digo que Scorsese es, para los norteamericanos, la figura principal en lo que tiene que ver con la conservación del cine histórico. Estudioso y obsesivo, se ha preocupado desde siempre por contribuir a que las nuevas generaciones sepan que hace mucho ya se contaban historias, se las filmaba, y que mucho de lo que hoy reluce como novedoso, se hizo antes, que todo es una enseñanza del pasado que se concibe en forma de loop constante. Y si uno está atento a esas cosas, no se sorprenderá tanto ante una película como La invención de Hugo Cabret que no parece, en la superficie, una película suya. Sin embargo, el film sí tiene elementos constitutivos de su cine y esta vez el homenaje al séptimo arte es por demás explícito en la figura de ese niño de 12 años, hijo de relojero y obsesionado con los dispositivos mecánicos, que logra conectarse con los orígenes de este arte.
Cuando nos enteramos que Scorsese iba a filmar La invención de Hugo Cabret, todos quienes no teníamos idea del libro original de Brian Selznick nos preguntábamos qué demonios hacía el director de Toro salvaje involucrado en un film infantil, en 3D, con olor a cuentito navideño. Una posible respuesta era que el hombre ya se había dado todos los gustos y que quería probar algo nuevo, diferente. En parte, hay algo de eso, pero también cuando vamos descubriendo la información que se va abriendo progresivamente en el film, nos damos cuenta que muchos de los materiales que se contienen aquí dentro son parte de sus obsesiones. Claro que por tratarse de un cuento naif, hay elementos habituales que surgen excesivamente licuados: La invención de Hugo Cabret si bien se parece en parte por esa presencia omnisciente del tiempo y la ciudad a Después de hora, carece de maldad, cinismo o virulencia sardónica. El mal representado aquí es el del inspector de la estación de trenes donde el film se centra, interpretado por Sacha Baron Cohen, un perseguidor más zonzo que el Coyote, un malvado que oculta su corazón lo más que puede. Hay claro que sí un aire dickensiano, con el huérfano hostigado por las instituciones, pero eso no deja de ser una referencia intelectual desde la que Scorsese parte para ubicar al espectador conceptualmente.
Los dos componentes extraños aquí, dijimos, en el marco de la filmografía de Scorsese, son lo infantil y el uso de una tecnología como el 3D. Aunque de lo primero, podríamos decir que más que lo infantil, lo que está presente de manera constante es lo naif, y esto se sostiene por una cuestión de concepto: el espíritu que campea, es el del cuento. Por eso la París que se ve a través de ventanas y en algunas callejuelas, es una París plástica, ficticia, como extraída de una fantasía. Es la París de Moulin Rouge! y de Ratatouille, y también un poco la de Amelie, aunque a diferencia de aquella tontería francesa aquí Scorsese es totalmente consciente de la distancia que hay entre lo cinematográfico/ficticio y lo real. Precisamente, esa es la materia que impulsa el film, y la que hace que ese final ultra feliz sea justificable. Al igual que en La isla siniestra, la presencia explícita de lo cinematográfico sirve para delimitar de alguna manera la frontera entre lo real y lo imaginario. Sin embargo en esta oportunidad esas diferencias se sostienen menos por una cuestión psicologista retorcida y oscura, y más como una forma de hacer transparente la anécdota de la película: cómo el arte sirve para mejorar la experiencia que es la vida. Y más aún: cómo el cine, específicamente, es un fenómeno técnico que tiene la capacidad de generar emociones, de imprimir de alguna manera lo humano.
Pero para que todo esto se resignifique y se potencie, Scorsese tuvo que hacer uso de una tecnología como el 3D, a la que se acerca por primera vez. Como pocas veces, como siempre que la utiliza un tipo con una mirada autoral (James Cameron, Steven Spielberg), aquí lo técnico no es un capricho: que una película que conecta a sus personas con los orígenes del cine (por más que se haya dicho en muchos lados, prefiero mantener el misterio sobre qué es lo que pasa en la película) esté rodada en 3D, es un gesto mayúsculo. Que el que lo haya hecho sea Scorsese, un proteccionista del cine clásico y un director más cercano al cine de autor que al mainstream, es un gesto más grande aún. Esta técnica, anunciada como el futuro y, más en sorna, como la forma que encontraron los estudios para combatir la piratería y volver a llenar los cines, devuelve aquí la idea de sorpresa que alumbró a los fundadores ante el nacimiento de las imágenes en movimiento. Los chicos protagonistas de La invención de Hugo Cabret se sorprenden de la misma manera que lo hacemos nosotros ante el film. La sorpresa, no un valor artístico pero sí un estado emocional que denota cierta sensibilidad para emocionarse con estímulos simples, es algo humano, básico, que nos devuelve a nuestros orígenes, a nuestra propia infancia. Y eso, en pleno siglo ya-perdí-la-cuenta, es algo que debemos agradecerle a Scorsese.
Más allá de cierto ritmo que tarda en convertirse en mecanismo de relojería (como sí lo es el film una vez que revela su secreto) y de unos personajes secundarios algo bobos que no suman y sólo demoran un poco la acción principal, La invención de Hugo Cabret puede no ser la mejor película de Scorsese, pero sí es una muy personal y particular. Es una obra que sorprende a la vez que abruma, pero no por su diseño de producción que es como una golosina para la vista, sino por cómo un director puede ser tan autoconsciente de su obra anterior y capaz de conceptualizar sus temas y deconstruirlos en cualquier territorio. Hasta su habitual cameo es aquí un plano muy pensado, reservándose el lugar de observador e impresor de la historia, de la leyenda. Puede que uno vea como demasiado egocéntrico ese lugar en el que se coloca Scorsese, pero si lo hace en el marco de una película tan querible como esta, poco es lo que uno puede decirle. La invención de Hugo Cabret tiene la extraña capacidad de ser académica y popular, de disparar quinientas referencias cinematográficas y literarias, pero siempre desde lo narrativo y desde el homenaje pleno y sincero. Una película con miles de pliegues y con un corazón enorme por las imágenes: protegiendo las viejas, imprimiendo las nuevas. Un corazón enorme y a cuerda, que no para de bombear ideas.