Título original: Boyhood
Origen: EE.UU.
Dirección: Richard Linklater
Guión: Richard Linklater
Intérpretes: Ellar Coltrane, Patricia Arquette, Elijah Smith, Lorelei Linklater, Steven Chester, Bonnie Cross, Sydney Orta, Libby Villari, Ethan Hawke, Marco Perella
Fotografía: Lee Daniel, Shane F. Kelly
Montaje: Sandra Adair
Vestuario: Kari Perkins
Duración: 165 minutos
Año: 2014
8 puntos
Ese aprendizaje llamado vida
Por Nicolás Garcette
Boyhood (infancia en inglés), la última película de Richard Linklater, es la crónica de la vida de un joven texano, Mason (Ellar Coltrane), desde sus seis años y su mudanza a Houston con su madre, Olivia (Patricia Arquette), y su hermana mayor, Sam (Lorelei Linklater, la hija del director), hasta sus 18 años y su entrada en la universidad. Entretanto, su padre (Ethan Hawke) reaparecerá para ocuparse de sus dos hijos cada dos fines de semana, terminando por madurar (si madurar significa tener un buen trabajo y formar una familia), y su madre volverá a estudiar y acumular casamientos desastrosos.
En realidad, esta película es mucho más que una simple crónica: está la confluencia del experimento cinematográfico, de la ficción y del documental. Richard Linklater lleva aquí hasta su máxima expresión el dispositivo que regía su famosa trilogía de los “Antes”. En Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes de la medianoche (2013), retomaba los mismos personajes principales con los mismos actores (Julie Delpy y nuevamente Hawke). En Boyhood, lo hace cada año durante doce años y eso en una misma película de 165 minutos, enfocándose además en esa etapa de la vida donde todo cambia, donde uno se busca, se construye de a poco: la infancia y, aún más, la adolescencia. En lugar de usar varios actores en las distintas edades o envejecerlos de manera artificial, los juntó unos días cada verano durante todo ese período. Más allá de las transformaciones radicales que opera sobre los cuerpos adolescentes, el paso del tiempo se hará notar de manera sutil, sin indicación precisa: un corte de pelo que cambia, unas arrugas más en los adultos, algunas referencias dispersas a la actualidad del momento (la publicación de un libro de Harry Potter, la guerra en Irak, la campaña que precede la elección de Obama) y el uso de las canciones pop del momento como tantas balizas musicales que puntúan el relato.
El resultado no deja de asombrar. La proeza no es menor. De hecho, el desafío era doble. Por un lado, cada verano, los actores tenían que reencontrarse con sus personajes. Para Ellar y Lorelei, Mason y Sam, al mismo tiempo que construían sus personajes se construían como personas, volviendo borrosa la frontera entre los dos, entre la ficción y el documental. Por otro lado, el dispositivo elegido no dejaba lugar a la equivocación: siguiendo sus actores a lo largo de sus vidas, no se podía volver para atrás, no se podía volver a filmar una escena o agregar otra al final del rodaje. Cada año, había que elegir las escenas de manera definitiva e intuir sobre las posibilidades que dejaban para el montaje final.
La simplicidad del relato facilitó esa construcción. El film casi no cuenta con grandes escenas, quizás la única termina siendo la separación de Olivia de su primer marido. Es más bien una sucesión de esos pequeños momentos que caracterizan la vida de cada uno, que parecen haber sido elegidos al azar, esas instantáneas sobre las cuales uno se detiene cuando pasa las páginas de un álbum de fotos que armó su madre o su abuela para que recordara su infancia, pero que tendrían todavía toda la frescura del momento en el cual se tomaron, desprovistos de la nostalgia que los acompaña habitualmente. Esa simplicidad no solamente permite al dispositivo funcionar; también lo hace olvidar. Cada uno podrá encontrar una u otra escena que le habla o lo conmueve, porque resuena con su propia existencia: las peleas que siguen a la separación de los padres, las relaciones complicadas con los padrastros, la fiesta de cumpleaños con los nuevos suegros del padre, la fiesta de graduación con su familia, etcétera.
Obviamente Boyhood no sería una película de Richard Linklater sin esas charlas interminables entre sus protagonistas, que a veces pierden rápidamente su interés, siendo demasiado trilladas (las consideraciones sobre Facebook son ejemplares a este respecto). Sin embargo y por suerte, quizás por el hecho que esa vez se hacen en auto (estamos en los Estados Unidos) y no como en la trilogía europea de los “Antes” caminando, esas habituales fallas (en mi sentido) no se hacen notar tanto en la historia. Incluso, a medida que avanza el relato y que el tiempo pasa, se disfruta cada vez más, como un buen vino.
De esta delicada película se podría decir mucho más y hablar de las temáticas que la inervan: la enseñanza, la transmisión de padres a hijos, la renuncia a los sueños, la cuestión de la responsabilidad y lo que implicaría para muchos (tener una situación profesional, casarse, y obviamente tener hijos, preferiblemente en ese orden), y más. En ese sentido, Boyhood forma parte de esas películas que merecería una segunda mirada.
Nos quedaremos con lo que Ethan Hawke le contesta a Mason cuando este le pregunta cuál es el sentido de todo: “todos, improvisamos, lo bueno es que sientes la cosa y te aferras a eso. Creces y no sientes tanto. La piel se pone dura”. Película de la infancia y de la adolescencia, del aprendizaje y del envejecimiento, Boyhood termina siendo una bella historia sobre la gran improvisación que sigue siendo la vida.